sábado, 3 de diciembre de 2011

22 años sin Fernando Martín

Era un día propicio para quedarse en casa. Domingo frío, lluvioso, desapacible en casi toda la geografía nacional. Inundaciones en el levante, viento en el sur, lluvia en el centro y sólo algún respiro por el norte en forma de claros intermitentes. 
De repente, el sollozo del cielo tornó en llanto. Y todo se precipitó, tan lento y tan rápido a la vez, que los recuerdos permanecen inalterables. Malditas horas aquellas. Tu madre entró precipitadamente en tu habitación para decirte la mala noticia. Tu padre, aquel al que no le gustaba mucho el baloncesto pero enganchado a esta maravillosa locura tras esas madrugadas eternas vividas un lustro antes, durante los JJOO, te llamaba entre lágrimas para contártelo. Tu amigo, ese con el que te pasabas horas tirando a canasta emulando a tu ídolo en la cancha del barrio, subía a tu piso para compartir contigo el dolor por su primera pérdida, casi tan real como una de su propia familia.
Las radios echaban humo. Los que habían desafiado al frío para salir a comer fuera aquel domingo, no se lo podían creer en su camino de regreso a casa. Todo parecía un mal sueño. Ojalá lo fuera. Una estúpida pesadilla, innecesaria ella, de guión errático y reglones torcidos, un final abrupto para un cuento de hadas, un epílogo injusto para el libro más bello. En las noticias, reinaba la confusión. El único dato confirmado era el accidente de tráfico de un jugador del Real Madrid de baloncesto.
Ellos, los jugadores del Real Madrid, tenían las mismas dudas que cualquier aficionado aquella tarde. Un compañero acababa de estrellarse y el juego parecía macabro. Ruleta rusa. El que entraba por vestuarios antes de aquel partido ante el CAI Zaragoza, se tachaba de la lista. Un suspiro al comprobar que el recién llegado estaba bien mas una agonía al estrecharse la relación de candidatos. Los segundos se hacían horas y la tensión crecía al darse antes la noticia de la muerte de ese accidentado que su propio nombre. 
Cuando Quique Villalobos llegó, con decenas de periodistas esperando en la entrada, sólo faltaba uno. Fernando Martín nunca se reuniría con sus compañeros. Nadie quería creerlo. La confusión dio paso a la incredulidad y ésta, a la frustración, a la impotencia más desoladora. Silencio en cada casa. Las ondas de radio y televisión se entremezclaban para dar certeza al peor de los augurios. Con voz de cristal, la muerte de Fernando se convertía en certeza.
Cada generación tiene fechas señaladas en el calendario marcadas para siempre. Noticias felices, las menos, días oscuros, los más, en los que lo cotidiano se recuerda tanto como el propio hecho. La llegada del hombre a la luna, el golpe de estado de Tejero, la caída de las Torres Gemelas o la sangre inocente derramada el 11-M en Madrid. En baloncesto, al menos en España, si hay un día en el que todos coinciden al afirmar que recuerdan perfectamente dónde y cómo vivieron y reaccionaron ante un suceso, ese es el 3 de diciembre de 1989. La muerte de una leyenda se marca más a fuego incluso que el más feliz de los éxitos conquistados. Dos décadas después, el recuerdo permanece intacto.



Una estrella que eligió el baloncesto
Cuando se habla de Fernando Martín, siempre se alude al dicho que podía haber triunfado en la disciplina que hubiera querido. No es un brindis al sol. Superdotado en su físico, como nadador fue campeón de Castilla y aspiraba a lo máximo. Como jugador de balonmano el futuro era suyo y el propio entrenador Juan de Dios Román se había enamorado de sus cualidades. Hasta brillaba en el tenis de mesa. Sin embargo, Fernando Martín acabó desarrollando su talento en el baloncesto, en un monumento al mutualismo más perfecto. El noviazgo anhelado, la pareja que más encaja. El basket le convirtió en mito y él en deporte de masas y en un auténtico boom al baloncesto. Todo un impulso para la recién nacida ACB. 
Su ascenso fue meteórico. A pesar de tardar en decantarse por este deporte, se convirtió pronto en uno de los mejores júniors de España, arrasando en el Estudiantes y en las selecciones inferiores de España. No había cumplido los 20, con poquísimo bagaje aún en su haber, y ya era titular en un Estudiantes que se atrevió a hacerle frente al Barça en la final de liga. Era el hombre de moda y Real Madrid, Joventut e incluso Barcelona se interesaron por su fichaje, consiguiendo el conjunto blanco firmarle, pagando casi 12 millones de pesetas a su club de origen.
En su debut, en la Copa Intercontinental ante el Santa Kilda australiano, anotó medio centenar de puntos sin pestañear. Había nacido el mito. En el Madrid y en España. Fuerte en defensa, aguerrido, intenso como ninguno. Sus centímetros no metían miedo pero sí su forma de jugar. Corría como un 3, parecía ocupar más espacio en la pintura que el 5 más gigante y le ganaba la posición en la zona a cualquiera, a veces dando un paso hacia atrás para chocar con su defensor para ganarle la partida. Con un rango de tiro limitado, su medio gancho en suspensión resultaba imparable, dominaba el tiro a tabla y, sin ser un virtuoso en cada una de las facetas del juego, conocía sus virtudes y las explotaba a la perfección. Lo que hacía, lo hacía muy bien. 
Una y otra vez, sin que nadie pudiera pararle. Creía en la victoria, se auto-exigía dar el límite (“A ganar por 20”, su lema más repetido) y prácticamente se le saltaban las lágrimas con una quinta falta personal o una lesión que le impidiera ayudar a los suyos.
Era como ese tipo de pívots resolutivos en ataque procedentes de Estados Unidos, pero con el comodín para el Madrid que le daba su condición de nacional (siempre quedaría hueco para otro par de estrellas extranjeras), con más dosis de testosterona y un grado de compromiso único. Y es que con Fernando, los números, que ya de por sí eran formidables, quedaban eclipsados por el aura que desprendía. Él era el Elegido. El super-héroe capaz de poner de moda este deporte. Su carácter vitalista y ganador trascendía la pantalla. Ídolo. Carisma, puro carisma para moldear su leyenda.


El pionero que superó lo imposible
En el Real Madrid pronto llovieron los títulos –cuatro Ligas y dos Copas en su primera etapa-, aunque el éxito del que estaba más orgulloso era del alcanzado en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, en 1984. En aquellos días de verano, media España trasnochó para ver las andanzas de un grupo de amigos capaces de todo, que se crecieron ante las adversidades hasta alcanzar una plata olímpica con sabor al más fiel de los oros. El líder de una generación, el símbolo perfecto del crecimiento del basket. Aroma a 80, década prodigiosa, años dorados, capitán de un barco que viajó hacia lo desconocido para acabar colonizando el mismísimo cielo.
En 1985 es elegido en el draft por New Jersey en la posición número 38, y prueba en el campus de verano con los Nets, aunque hasta el año siguiente no da el salto a la NBA. Perdón, el Salto más bien. Ahora está a la orden del día, mas en aquella época parecía el mayor de los sueños, el alpinista que intentaba escalar una montaña virgen, el primer cohete al espacio. Un europeo sin haberse formado en universidades americanas, un rebelde irreverente que pisaba territorio vedado. Un loco. Un pionero. Una estrella.
Con los Blazers jamás pudo triunfar. Un técnico conservador, Schuler, no apostó por él. Se le achacaban pocos centímetros para jugar por dentro y poco tiro para destacar como alero. Y puede que llevaran razón. No obstante, por Fernando no había quedado. Él, que obligó a que le pusieran tilde en la “i” de su camiseta y que respondía de forma tajante a los que le preguntaban si un total de 146 minutos y 22 puntos en toda una temporada le suponían un fracaso: “Sólo hay 240 jugadores en el mundo que pueden jugar allí”.
Sufrió bastante el conjunto madridista para conseguir su regreso. Un tira y afloja que duró semanas, un camino de espinas que acabó siendo de rosas cuando Fernando Martín aceptó por fin la oferta blanca, con cifras astronómicas de por medio. No fue sencillo readaptarse a lo antiguo tras conocer un baloncesto tan profesionalizado, una organización tan diferente, un concepto de juego tan diametralmente opuesto. Empero, después del desconcierto de los primeros meses, el pívot se encontró a sí mismo, para ganar una Copa, una Recopa y protagonizar en esta segunda etapa más momentos únicos. Su pique con Petrovic, como rival y como compañero, su duelo con el blaugrana Norris, quizá el más representativo en este más de cuarto de siglo de ACB, aquel partido en el que, lesionado, viajó a Barcelona, dejó helados a sus todos y, al grito de “Yo no me levanto para perder”, contagió a sus compañeros, que acabaron ganando de forma épica en el Palau.
No era sólo un jugador de baloncesto. Fuerte, apuesto, guapo, triunfador. El sueño americano a la española. La primera estrella mediática verdadera en el baloncesto nacional. Carne de prensa del corazón, objetivo del paparazzi indiscreto. Un reinado en la cancha, un imperio fuera de ella. El representante, el símbolo. Querido por los aficionados y conocidos hasta por los menos iniciados. Un ‘Beckham’ prematuro, castizo, con valores que calaron en generaciones enteras. El niño que sustituyó el balón de fútbol por el naranja en el recreo por su influencia, el adolescente que pasaba sus horas muertas jugando a su videojuego (Fernando Martin Basket Master) en el Spectrum y hasta el abuelo que se enteró del significado de esas tres extrañas siglas cuando Fernando pisó la NBA. En España, él era el baloncesto.
Aquel maldito 3 de diciembre...
El mundo miraba expectante la cumbre entre Estados Unidos y la URSS celebrada en Malta. El apretón de manos entre Bush yGorbachov terminaba por fin con la Guerra Fría. Más bien lo poco que quedaba aún en pie tras el derribo, casi un mes antes, del Muro de la Vergüenza de Berlín. En España, la actualidad baloncestística giraba en torno a la jornada de liga de ese fin de semana. Regresaba la ACB tras el parón por los compromisos internacionales, en el que se aprovechó para disputar el All Star. 
Los principales alicientes eran el debut de Wood como blaugrana, el estreno de Lockhart en Sevilla y el de Frederick con el Real Madrid. Fernando no iba a jugar contra el CAI por una tendinitis, aunque se le esperaba en el pabellón para ver el partido con sus compañeros. Jamás tomaría esa ruta. Iba rápido, demasiado rápido, sin recordar ya aquel accidente que había sufrido tres años antes del que salió milagrosamente intacto. Maldita velocidad. Llovía en Madrid y su Lancia Thema dijo basta. Indomable, perdió el control y acabó atravesando cinco carriles en la M-30, hasta acabar estrellándose contra un Opel Kadett, conducido por un Ricardo Delgado Cascales que sobrevivió aunque con graves heridas y al que, como a su familia, esta efeméride dolerá aún más por el perpetuo vacío mediático hacia su figura, de una injusta memoria colectiva que a veces olvida que él también fue víctima.
El reloj se paraba para siempre a las 15:20. Ya nada volvería a ser como antes. A sólo cincuenta metros de los servicios funerarios de la M-30. Con las fotos que llevaba en su cartera para firmárselas a los caza-autógrafos esparcidas por la carretera, manchadas de tierra y sangre. No podía ser. Con 27 años, en un momento álgido de su carrera, contento por la llegada de su hijoJan a pasar las navidades con él y con mil planes a corto y medio plazo pendientes. Ese gigante imbatible, aquel ganador perpetuo, sufría la primera derrota de su vida. La más inesperada, la más dolorosa.
Las manijas del reloj avanzaron con pesadez, deseosas de retroceder para cambiar lo inalterable. Un cuarto de hora después, ingresó cadáver en el Ramón y Cajal. Y comenzó la vorágine mediática, las dudas de las primeras horas, los silencios tras la noticia en radio y televisión, la angustia como respuesta. Las lágrimas de Antonio Díaz Miguel cuando llegó al hospital eran compartidas por todo un país, que veía con admiración la entereza y fuerza con la que afrontaba su familia el día más duro de sus vidas. No, por Dios, no, esto no estaba en el guión. No se puede detener una vida con sólo 27 años, no se puede cortar un sueño cuando esté está en su apogeo, no se le puede robar de un plumazo un ídolo a millones de personas.
Entre lágrimas y honras
“El único líder que teníamos se nos ha ido”, sentenciabaFerrándiz“Soy incapaz de hablar de él como jugador, sólo me acuerdo como persona”, espetaba Aíto García Reneses. Los comentarios se sucedían, los elogios se relevaban entre sí, en una eterna cadena que devolvía tras su muerte todo lo que él había aportado en vida. “Amigo”, “grande”, “inigualable”, “único”, “pionero”, “símbolo”, “ídolo” se repetían… pero ningún calificativo sonó tanto como el de “carismático”. Tanto, que el basket parecía un desierto con su ausencia. Sin él se había ido también una pequeña parte de este deporte y de la propia ACB, huérfana.
George Karl confiesa 20 años después en MARCA que las horas vividas –sufridas- entre aquel infausto domingo de hace veinte años y el siguiente martes son las que más recuerda de toda su vida. Muchos aficionados, aunque jamás hablaran con él, aunque sólo le conocieran por lo visto en el pabellón o la pantalla, tienen hoy la misma sensación.
El lunes 4 de diciembre, su capilla ardiente se instaló en el Pabellón de la Ciudad Deportiva. Todas las personalidades del mundo de la canasta, los compañeros, los oponentes, los de antaño, los del presente, todos, absolutamente todos, quisieron darle el último adiós a Fernando. Dolió especialmente ver a los jugadores madridistas, abatidos, con un Romay absolutamente destrozado. Conmovió ver la sensibilidad de sus archirrivales barcelonistas abrazándose con los madridistas y compartiendo las lágrimas por Martín. Su mayor rival deportivo, Audie Norris, con tantas batallas libradas y moratones por el camino de aquella lucha en la pintura, le definía como amigo, algo que quedaba ya para la eternidad.
Ese día fue también el del homenaje popular, de unos ciudadanos que necesitaban darle las gracias a su astro, más cerca de las estrellas que nunca. Un aficionado anónimo puso sobre su féretro la mítica camiseta con el 10 de Fernando, en una de las instantáneas más simbólicas de aquellas frenéticas horas. Al día siguiente, la respuesta popular fue igual de alta en su entierro, celebrado en el cementerio de la Almudena. 
Cientos y cientos de chavales que aprovechaban su recreo para despedir a su ídolo, adultos que sencillamente se habían enamorado del baloncesto tras su llegada y sus seres más cercanos, conscientes de que Fernando jamás se iría del todo. Más de dos metros de flores y coronas –desde Portland a la Demencia tuvieron ese detalle- antes de poner al fin la lápida, en un momento cargado de emoción que Paco Torres, hace ahora 20 años, supo capturar con precisa emoción en Gigantes: “Y cuando esas jóvenes manos, muchas de ellas acostumbradas a jugar con balones de plástico en patios de colegio, le aplaudieron por última vez, Fernando comenzaba a ser leyenda”.
Quedaba aún el último trago. El más difícil pero tal vez el más necesario. El adiós en la cancha. Él hubiera deseado que se jugara aquel encuentro de Recopa ante el PAOK. Y Antonio, todo coraje, todo fuerza, asintió. Habría partido. Resultó muy duro. Una silla vacía con su chándal y su camiseta simbolizaban su ausencia. Ovación, flores, más homenajes. Hasta una oración rezada por un sacerdote por megafonía en su recuerdo. Cocktail de emociones, pelos de punta, piel de gallina.
A las 19:30, horas después de enterrar a su hermano, Antonio Martín anotaba la primera canasta de su equipo ante el PAOK. Aunque el conjunto griego aprovechó la fragilidad mental y física por las circunstancias de su rival y se escapó en la primera parte por 13 puntos. Parecía un paseo militar de los visitantes. La derrota más asumible, la excusa más verdadera. ¿Qué se dijo en vestuarios? Sólo ellos lo saben. Pero si existe realmente algo después de la vida, si hay un cielo, un alma, un “algo” que se pueda sentir, allí estuvo aquel día. "Fernando está aquí", cantaban en las gradas. Qué razón.
Se vivieron los minutos más mágicos del Real Madrid en muchos años. Una de las remontadas históricas, mezcla de rabia y honra en su honor. En siete minutos se pusieron por delante y muy pronto habían encarrilado el partido. Antonio parecía poseído, con unos minutos maravillosos que le catapultaron hasta los 18 puntos y 16 rebotes al final del partido. Ojos enrojecidos, abrazos de sus compañeros y más lágrimas cuando enfiló el camino del banquillo, con el choque ya en el bolsillo para los suyos. Había que ganar y había que hacerlo por veinte, como él siempre repetía. Y se hizo, con un 92-71 que dejaba atónito al técnico George Karl en la rueda de prensa: “Es el día más especial de mi vida, el partido más inmenso que he visto nunca. Hoy no se ganó por mis planteamientos tácticos, ha sido la presencia de Fernando Martín. Pero si algunos llevan dos noches seguidas sin dormir…”.
Emocionados y orgullosos, los padres lo vieron todo desde el palco. Su madre llegó a decir que si había ido toda la vida a ver a los dos hermanos jugar, no encontraba el motivo para dejar de hacerlo ahora, aunque sólo estuviera Antonio. Y nadie pudo responderle nada. El público, entre vítores a Fernando, se giró hacia el palco para mostrarle su cariño y los jugadores, que habían regresado de vestuarios para agradecer el apoyo mostrado, subieron a compartir esos momentos con ellos. Con Romay a la cabeza, resultó quizá la escena más estremecedora desde el domingo, con toda la plantilla blanca abrazando y besando a los padres de la figura madridista.


Siempre en nuestra mente
Todos te prometimos que nunca le íbamos a olvidar, Fernando. Y veinte años después demostramos que no lo hicimos. Y lo haremos un 3 de diciembre o un 4 de marzo. El día que sea. Como cuando entraste en el salón de la Fama de la FIBA o cuando Rudy Fernández, con medio mundo mirando en los mates del All-Star NBA, se atrevió a machacar con una camiseta tuya puesta. Pabellones y calles con tu nombre, tu 10 retirado. Hoy leerás desde donde estés muchos homenajes, muchas palabras que pueden llevarse el viento. Pero los sentimientos no entienden de vientos, de lluvias, de años, de nada. Tu recuerdo inalterable por aquellos que te vieron jugar y por los que hoy preguntan por ti.
Porque marcaste a una generación entera y lo sigues haciendo con la que está tomando el testigo. Porque hasta los que no te pudieron ver en directo saben ya de tu importancia, porque sin ti y otro puñado de héroes como tú quizá en la actualidad el baloncesto no sería una parte tan importante de nuestras vidas y la ACB no habría alcanzado este nivel. Porque si no te hubieras arriesgado en la NBA, puede que hoy no valorásemos los éxitos de nuestros representantes allí. Porque eres padre de la generación de los 80 y de unos jugadores que nos lo han dado todo, pero que sin un jugador tan carismático como modelo a seguir, quizá se hubieran dedicado a otra cosa.
Fuiste íntegro, verdadero, fiel a ti mismo. Te gustaba la lectura, el buen vino y hasta tenías éxito con las mujeres. Supiste vivir la vida y ésta te traicionó. Poseías carácter fuerte e incluso tu punto bohemio. Tal vez por ello calaste tan hondo. Eres inmortal. Te lo dirán mil veces. Esta vez puedes creerlo. Veinte años después, seguimos hablando de ti, de tu trayectoria, de tu simbolismo, de tu vida, de tu muerte. Créeme ahora a mí. Dentro de una, tres o cinco décadas lo seguiremos haciendo. Lo seguirán haciendo. Idealizándote incluso más. Es lo que tienen los mitos. Es lo que tienen las leyendas. Te lo dijimos, Fernando. Tú... sigues aquí.


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